miércoles, 1 de febrero de 2012

Cómo evitar la muerte por la boca


Don Floralbo tiene siempre ganas de besar a La Pestaña. Aprovecha cualquier momento para rozar los cachetes de ella con sus labios. La Pestaña puede estar leyendo o viendo una película, bebiendo agua o quedándose dormida; Don Floralbo no conoce escollos para el beso: “el pálido delirio/ de besar tus mejillas en silencio”, dice Carlos Pellicer. Mueve su bigote negro, tan negro que parece falso, y es ésa una señal de que tiene ganas. Las caras de ambos, por separado, son extrañas, pero más raras se ven aún al hacerse una por el puente de la boca: resulta imposible no verlos con truculenta curiosidad, convertidos en un ser gracioso, inescrutable, de cohesión dudosa y contornos difuminados. Juntos son el siguiente aforismo de Lichtenberg, pero duplicado: “En la Tierra no hay superficie más interesante que el rostro humano”. Al espiarlos se te ensucian los lentes de la misma críptica manera que cuando ves un atardecer hermoso o una billetera olvidada en la banqueta.

Don Floralbo y La Pestaña, al juntar sus labios, no logran ser, a pesar de todo, tan originales como creen: el beso ya existía desde antes de que ellos nacieran. ¿Cuándo nació el beso? Muchos se jactan de haberlo inventado. El abuelo de Los Simpson dijo: “¿Sabes que yo inventé los besos?”. Pero hay registros anteriores: “¡Oh, si él me besara con besos de su boca!”, escribió el rey Salomón en el Cantar de los cantares. Saltemos al futuro: imaginemos una historia de ciencia ficción en la que besarse está prohibido y en la que los habitantes de la Tierra, seres diminutos y ascépticos, en aras del progreso, evitan hacerlo. En realidad éste es el argumento de “Salvad nuestros ojos (Novela posthistórica)”, curioso cuento escrito por Hans Arp y Vicente Huidobro. Se lee ahí que al final el beso resurge y que por “esos momentos de amor, una deplorable regresión hacia los tiempos históricos apareció en esos seres revolucionados y posthistóricos”. El beso y sus inquietantes sonidos son mala yerba: nunca mueren: “Se frotaban sus glóbulos con un ruido que casi recordaba los antiguos besos y, en esa fiebre de fidelidad, catorce flechas alfa los atravesaron de parte a parte, produciéndoles un deleite desconocido e intraducible”.


La Pestaña y Don Floralbo se besan de diversas maneras: con actitudes claramente conspiratorias, como destacados artífices lábiles, como espeleólogos de paladares, como pájaros bobos, como zombis perseguidos, mostrando sin querer dos incompatibles nociones del noviazgo, incubando temblores, reproduciendo con el choque de sus lenguas un eco secular de cascos que inquieta las caballerizas que sin caballos quedaron quinientos años atrás. Se besan muchas beses. Pero hay un beso misterioso que es como una veta en una mina; cuando éste surge, también aparece una gavilla de gambusinos en sus vientres. Es el beso pudoroso que de la capa sólo baja el embozo. Es la incógnita que al principio los espantaba porque, como dijo Luis Cernuda, ignoraban “que el deseo es una pregunta/ cuya respuesta no existe”. Ese beso es también una brújula falsa que los desorienta aunque sepan que, como dice Antonio del Toro, “De los puntos cardinales el beso/ es el norte, el inicio del sexo”. Entonces Don Floralbo y La Pestaña se alejan del mundo y se encierran. Lo demás no se sabe, y así es mejor…

Pero no todo sale siempre bien; hay una cosa que Don Floralbo quisiera confesar. Sucede que en un par de ocasiones, al besar a La Pestaña, ha experimentado algo tan bello que siente que el aire le falta y que podría morir asfixiado. Don Floralbo supone que besar es dominar cierta técnica de respiración: usar la nariz, casi no la boca. Él se considera un excelente besador, sin embargo, la última vez tuvo miedo. Las mujeres dicen que los hombres no pueden hacer dos cosas al mismo tiempo. Quizá tengan razón. Si uno se pone a pensar, besar y respirar son dos actos opuestos. Hace dos días a Don Floralbo, puesta su voluntad entera en dar un buen beso, se le olvidó respirar. Pensó que morir así sería ridículo, además de terrorífico para La Pestaña quien, con toda razón, quedaría traumada y se volvería una viuda con fobia a los besos. Qué horror, piensa: dejar de existir es cosa fácil. Xitlalitl Rodríguez, una poeta que a él le gusta, escribió: “uno se puede morir en un incendio luego de tropezar con su barba (sólo si ésta toca el piso). uno se puede morir de risa. uno se puede morir por comer demasiado. uno se puede morir por un estornudo impetuoso”. Don Floralbo prefiere la opción de la risa porque si muriera al dar un beso pasaría a la Historia como el peor de los Don Juanes del mundo. (José Ortega y Gasset dice que “los hombres pueden dividirse en tres clases: los que creen ser Don Juanes, los que creen haberlo sido y los que creen haberlo podido ser, pero no quisieron”. Pues bien, Don Floralbo pertenece a la primera clase, y por eso el asunto de la muerte y el beso constituye toda una tribulación para él). Incluso preferiría fallecer como sucede en el cuento de Julio Cortázar “No se culpe a nadie”: atacado por un suéter asesino.

La solución: Don Floralbo se metió a internet en busca de ayuda. Descubrió muchas páginas, blogs y videos que ofrecen consejos para dar buenos besos, pero todos le parecieron estúpidos. Sólo las “Instrucciones para besar en bicicleta” que leyó en http://bicinauta.wordpress.com pudieron llamar su atención, no por los pasos ahí propuestos, sino por la idea de respiración que sugerían. Don Floralbo sabe ahora que se debe besar como si se paseara en bicicleta: sintiendo el sol en el rostro, disfrutando un paisaje, acelerando el ritmo cardiaco, aspirando el aire por la nariz y exhalándolo por la boca, sin miedo al mal aliento. Don Floralbo no puede esperar más para poner en práctica su descubrimiento. Está feliz porque besar y pasear en bicicleta no son actos contrarios: son, a fin de cuentas, dos placeres ecológicos, recomendables para la salud y la longevidad.

Por último, Don Floralbo decidió arrancarse el bigote y aceptar que es falso: no quiere que La Pestaña, al besarlo, descubra la verdad y se burle de él.


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