miércoles, 1 de febrero de 2012

El paraguas por la boca muere

Casi podría asegurar que lo conocí, lo cual constituye la mayor de las certezas. No era su mirar desenfocado lo más perturbador, sino su vestimenta: nada en él parecía completo. Las mangas de su traje no conservaban su elegancia sino hasta el codo que fungía como penosa intersección de infinitos hilos y retazos de tela en los que su saco se había convertido, lo mismo ocurría con sus pantalones que dejaban al descubierto unas espinillas tan estrechas, que apenas dejaban espacio para las llagas. Sus zapatos estaban llenos de diminutos surcos, como si los hubieran raspado con una cuña y de su sombrero sólo quedaba el ala. Se hacía llamar Don Finicio porque estaba convencido de que  la raíz latina de su nombre comenzaba con la letra efe, pero que con el tiempo se aspiró por confusión de suspiros. 

Cualquiera diría que Finicio era un lunático y efectivamente: el señor Hinicio, junto con el mar y los quesos, es uno de los pocos testigos de la mordedura de la luna. Quizás sus fauces lo alcanzaron así como la alcanzan a ella misma y la menguan hasta que se consume para después volver a comenzar: “Llevo en la penitencia el cargo de ser tan incipiente”. Dice Steiner en Gramáticas de la creación: “No hay más comienzos. Incipit: esa orgullosa palabra latina que indica el inicio sobrevive en nuestra polvorienta palabra <<incipiente>>”. Los ojos de Hinicio van y vienen como los paseos de una persona en la sala de espera… los ojos de inicio salen de su cara más allá de la nariz… Aquella tarde Inicio me mira con pupilas de limpiavidrios y de una dentellada se arranca el dedo meñique. 


Ignoro si lo que diga Steiner sea una falsa etimología, los filósofos suelen equivocarse. Sólo puedo decir que Hinicio y su estirpe espeluznan por su voracidad inquisidora, por esa búsqueda de gusto tan insipiente que apenas sabe. Algo que comienza nunca podrá regresar a un estado antes del comienzo. Parece que todo lo que inicia nunca se sacia: no hay vuelta atrás. Quisiera creer que cuando a Don Ini le quede sólo la boca, al menos podrá decir “aún después de todo, valió la pena”. Será como pensar también que el eco del Big Bang no es un lamento arrepentido de haberse levantado del letargo.

Lo más curioso es que Inicio decidió ser lo que era, la mordida de la luna fue para él un beso y yo no sé cómo alguien se decide tan implacablemente a comenzar hasta el colmo de la propia consumición, ¿o he de decir consumación? Lo cierto es que la mayoría de nosotros tampoco sabemos bien a bien cuándo empezamos a empezar, pocas han sido las veces que podría decir que verdaderamente decidí abrir los ojos por la mañana. Si bien hoy Don Floralbo y La Pestaña comienzan, tal vez sea justo decir que su origen, a la manera de la efe que se suspira, acaeció así como sucede que abrimos los paraguas. Sólo Unamuno ha comprendido la seriedad del asunto. El inicio de  Niebla dice así: “Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.” Don Floralbo y la Pestaña incurrieron en el absurdo de desplegar el paraguas y se convirtieron en iniciados. Iniciados son todos los que provienen de Initium, pequeño hijo de Inire. Initium, verbo supino como la mano de Augusto, indica que se ha entrado adonde no hay vuelta atrás, que se ha entrado, por ejemplo, a una triste bóveda hecha de lona y se le ha llamado hogar, como esperando consumirse en una hoguera. 


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